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domingo, abril 13, 2008

Desde España con dolor

La grandeza de España refulge en los monumentos de piedra que la barbarie posmoderna no ha querido o no ha podido derrumbar. Refulge en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, adonde he acudido para saciar la sed de armonía y de equilibrio que me niegan esos mamarrachos arquitectónicos de cemento a la vista y vidrios y suciedad de hierros viejos. El magnífico palacio con monasterio subsiste como símbolo y recuerdo de la gran batalla, exitosa en lo fundamental, que los reyes de España supieron dar por la identidad católica de sus reinos, cuando en otros lugares avanzaba la reforma protestante a sangre y fuego.

La verdad es que no se me ocurre qué podría haber hecho en esa época quien quisiera defender la identidad nacional, estrechamente unida a la fe católica, sin recurrir a las armas. Ahora estamos acostumbrados a la convivencia pacífica entre personas de diversas creencias. Mas ya comenzamos a ver que esa conversación serena no excluye el uso de la fuerza, por parte de las autoridades, cuando algunos grupos pretenden imponer con la violencia su propia visión de las cosas. Y conste que defiendo el derecho de todos los ciudadanos a utilizar los cauces del sistema político democrático para hacer prevalecer sus convicciones acerca del bien común. Por eso, no tengo objeciones democráticas contra una futura Europa mayoritariamente islámica en sus costumbres y en sus leyes. Solamente defiendo también el deber de las autoridades estatales de detener los intentos de expandir esas costumbres, o cualesquiera otras, sin darse la molestia de usar los procedimientos establecidos para la pacífica confrontación de los diversos pareceres. Ese deber del Estado es la garantía de los derechos de los demás ciudadanos a procurar que triunfen, también mediante el pacífico recurso a los cauces instituidos, sus propias posiciones en el debate político.

Si no aceptamos este mínimo, solamente nos queda refugiarnos en la defensa armada.

El Escorial nos habla de todo eso, de la defensa cuando algunos pretenden subvertir el orden social. No olvidemos que en esa época todos consideraban que la religión debía constituir el fundamento del orden público. En consecuencia, una religión falsa era considerada de inmediato una amenaza contra el orden público. Por eso hubo guerras de religión: no porque estuviera en juego la religión, libremente asumida por ciudadanos respetuosos de los demás, como nos gusta pensar con ingenuidad graciosa, sino porque estaban en juego el poder, los territorios, las lealtades, las riquezas, los reinos, los honores, todo menos Dios. Desengañémonos. Los príncipes cristianos estaban acostumbrados a luchar contra el Papa, y contra el Pontífice Romano lucharon decididamente cuando fue necesario. Por eso hallaron tantos un aliado tan poderoso en las nuevas doctrinas de Lutero, que liberaban completamente el demoníaco poder civil de la tutela del Anticristo, es decir, del Papa. Lo sorprendente fue que algunos príncipes, y notablemente Carlos V y Felipe II, sacrificaran sus intereses temporales para mantener la fidelidad a Roma en lo esencial.

De todo eso nos habla El Escorial.

Mas también contiene obras de arte excepcionales, que un americano suele ver solamente en fotografías. Yo confieso que he estado varios días bajo el embrujo de esos cuadros. Innumerables representaciones de San Jerónimo, como la de Tiziano, que nos lo presenta con su Biblia, el león, la calavera, la mirada penitente hacia el Crucifijo. O esa Última Cena, del mismo Tiziano, con detalles de colorido, de esa tensa atmósfera que, sin embargo, no afecta a un perro y a un pájaro a los pies de la mesa, como no afectan ahora a los animales todas las grandes traiciones que padece Cristo. O esos lienzos de San Pedro y San Ildefonso, por el Greco, aparte de su sobria representación de San Francisco de Asís mientras recibe los estigmas y su Adoración del Nombre de Jesús, que los especialistas consideran una alegoría de la Alianza entre Felipe II y el Papa San Pío V contra los turcos. Y bien puede representar a la vez las dos cosas. En fin, salí cansado y abrumado por El Bosco, José de Ribera, Velazquez. . . ¡demasiada belleza para tan apocados ojos!

Y muy cerca, enclavada en la roca, la gigantesca Abadía Benedictina del Valle de los Caídos. Se levantó a partir de 1940, con la magnificencia propia de quienes habían salido de una crudelísima guerra civil. Todos conocen bien que esa guerra fue la respuesta de una España exhausta por la persecución religiosa del comunismo durante la República de 1931-1936, es decir, una guerra de liberación nacional, que en otros países, como Chile, nos salió mucho más barata. En la abadía se hallan enterrados algunos combatientes de ambos bandos, porque fue un esfuerzo civil y religioso a la vez por superar las heridas del pasado.

Ahora, sin embargo, tras tantos años, el régimen de Rodríguez Zapatero, sabedor de cuánto une a sus huestes anticlericales atacar a la Iglesia, ha intentado convertirlo en un Museo de la Memoria, netamente político. No lo ha conseguido. A cambio, todos han estado de acuerdo en que tampoco se utilice como lugar de encuentro de los antiguos adherentes de Franco.

Tras 33 años desde el entierro del general, la magnificencia del templo sigue incólume. España, en cambio, ha sido destruida en sus raíces más profundas. Se disuelven las familias con divorcios express, así a lo bestia. Se inmolan decenas de millares de niños no nacidos con total impunidad y autorización legal (atención: la campaña por el aborto en Chile ya proporciona cifras inventadas, usualmente infladas como reconocieron los activistas estadounidenses y franceses en su tiempo, para presionar por la legalización). Se empuja desde el Estado, desde los colegios, desde todas partes, a la promiscuidad de los jóvenes y de los niños. Se legitiman las prácticas homosexuales, como si fueran naturales. Sí, soy consciente de que atraeré las iras de los amantes homoeróticos; pero, en fin, no puedo callar uno de los aspectos de la corrupción hispana.

Mas hay esperanza. Las minorías proféticas existen. Y resisten como pueden.


4 comentarios:

  1. Querido Cristóbal:
    Un gusto leerte de nuevo y estoy totalmente de acuerdo con lo que dices... pero no con lo que el 99% de tus lectores van a creer que dices. Sé que la fuerza de tu estilo radica en gran parte en eso: en no poner paños calientes, en no preocuparte de prevenir los escándalosos equívocos de tus palabras provocados por la falsa mentalidad dominante. Es verdad: tú no eres responsable de esa mentalidad, pero creo que no puedes desentenderte de que existe y es el trasfondo desde el que vas a ser leído. ¡Un poco de "captatio animi", que es buena retórica! ¿No podrías intentar hacer un poco más amable la verdad? ¿Es demasiado pedir una aclaración del tipo "..con esto no quiero decir que...", o un guiño amistoso a la "Dignitatis humanae" del CV II que, si no me equivoco, tú aceptas con todas sus letras, o un indicio de que, al igual que san Josemaría E., sientes un amor apasionado por la libertad personal? Si quieres llegar a más y convencer a más, no tienes que ser menos auténtico, sino más: ¡darte a conocer mejor!
    Esta es mi modesta opinión, pero tú tienes más experiencia y estás más curtido en la batalla.
    Un abrazo,
    Santiago

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  2. Comparto lo que dice Santiago Orrego . . . es muy bueno decir la verdad, pero sin renunciar a ella, se puede decir de un modo que penetre sin crear tantos anticuerpos inmediatos, que dificultan su recepción.

    Esto me recuerda un dicho de mi esposa, típico de la Patagonia chilena que es donde vivimos: "y no te lo mando a decir con nadie".

    Ella está muy convencida de que con exprezar esa frase luego de algún comentario realista pero extremadamente duro, queda excenta de todo "pecado" y debe ser poco menos que "honrada" por su honestidad . . . y la verdad es que con solo exprezar esa frase, cuando discutimos ella y yo, ya me produce un reacción contraria absoluta, por más razón que pueda tener en lo que dice.

    De hecho, cuando ella y yo enfrentamos situaciones difíciles, en que otros con sus actitudes nos afectan como pareja o como familia, debo ser yo el que me apure a responder, pues si lo hace ella, la pelea y la enemistad eterna, son consecuencia casi segura.

    ¡Bueno!, es cosa de personalidades, yo tiendo a ser diplomático y conciliador en la medida de lo posible, características que definitivamete no tiene mi mujer, por más buena que ella es.

    Probablemente a Don Cristobal Orrego también se le hace más difícil la diplomacia y, la verdad, hay ocasiones en que lo mejor es ser duro y no tan diplomático . . . ahora, encontrar el equilibrio entre una y otra característica de personalidad, es algo que quizás sea más una propiedad divina que humana, lo cual no obsta que los unos y los otros, vale decir los diplomáticos y los duros, intentemos encontrarla o acercarnos a ella, por más que nos cueste.

    Un saludo y que tenga buen viaje Don Critobal.

    Cristian Muñoz P.

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  3. Estimados Santiago y Cristián:

    Lamento decir que tienen razón. Intentaré compensar estos defectos de forma con otros capítulos que expresen esos otros aspectos en los que sinceramente creo, aunque parezcan quedar en la sombra cuando procuro provocar al prójimo y exponer algunas verdades que ya pocos defienden.

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  4. Las minorías se defienden como pueden.
    El mal avanza y se cierne sobre todo lo que conocemos.
    Estamos frente a una generación perversas que ni siquiera le teme a Dios. Dios ya fue muerto.
    Creo que su discurso está bien.
    No estoy de acuerdo ni con Cristián ni con Santiago.
    Creo que las declaraciones deben provocar ese dolor que producen.
    ¿quiénes renunciarán a leerlo o a escucharlo? Los mismos que ya están corrompidos desde dentro.
    ¿debemos excluirlos? Para nada. Debemos acogerlos, pero otras serán las instancias.
    Las minorías resisten como pueden.
    Debemos ser una minoría firme, unida y sólida.
    Saludos profesor.

    Fabián Mella

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