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jueves, agosto 10, 2006

Flagelo de Dios, festín del demonio


Se prolonga la guerra en el Líbano. La reiteración de las imágenes de ruinas amenaza con anestesiar nuestras conciencias. La inmediatez del conflicto —inmediatez aparente, realidad virtual sometida al márketing de los medios de comunicación de masas— nos impulsa a erigirnos, llenos de soberbia, en jueces de vivos y muertos, protegidos por la rutina de nuestra expectación lejana.

Los daños visibles de la guerra levantan una niebla que difumina los contornos de esos peligros insidiosos, ante los que el demonio ríe, mientras llora ese espíritu impotente, el Dios en el que creemos los cristianos.

El primer peligro oculto de la guerra es que, porque se justifica sólo como último recurso, nos hace creer retrospectivamente que de hecho era inevitable. La mente ansía de tal manera la paz, que encuentra sumamente difícil aceptar que la hecatombe se desató pudiendo haberse evitado. El mito de la inevitabilidad histórica no solamente niega la libertad sino que la encadena al horror histórico como cosa desesperada. Todo se justifica entonces, pues ad impossibilia nemo tenetur. Lo más irritante es que, normalmente, la guerra es evitable. Su desencadenamiento no es el desatarse de las fuerzas de la justicia, sino el último recurso, sí, el último recurso de la impaciencia, de la ambición, del cálculo y de la ira, de la debilidad o de la malicia.

Vamos a decirlo de otra manera. El primer daño mortal de la guerra es la ceguera moral de sus protagonistas, el autoengaño de creerla ineluctable, ese grito blasfemo exaltado: “¡Dios está con nosotros!”. El peligro es insidioso porque, mal que les pese a los pacifistas, alguna vez, muy rara, es verdad que solamente la injusticia por omisión y la cobardía pueden evitar una guerra.

Ya sé que es aquí donde algunos se desesperan. Esos que, si no tienen una varita mágica que les diga cuándo es justa una guerra y cuándo no lo es, se lanzan de cabeza al mar del escepticismo, con lo que vienen a hacerse cómplices mentales de todas las guerras: si nada es verdad o si no podemos conocerla, tampoco es verdad que sea mala la guerra, ninguna guerra ni ésta en particular. Nadie nos librará de la necesidad de discernir lo justo de lo injusto, mucho menos el pseudo-mandamiento de nunca usar las armas. Sin embargo, queda en pie que frecuentemente nos engañamos sobre lo justo cuando estamos en medio de la guerra.

Otro daño soterrado de la guerra es que justifica, durante los tiempos de paz, un desperdicio continuo de riquezas en los preparativos para la guerra, la próxima guerra, la posible guerra: si vis pacem, para bellum! El mundo gastó, en el último año tan solo, cerca de un billón de dólares (US$ 1.000.000.000.000.-) en defensa, es decir, en la preparación para la guerra y en la ejecución de cada guerra. América del Sur gastó solamente veinte mil millones (US$ 20.000.000.000.-), de los cuales poco más de tres mil se los ha gastado Chile (US$ 3.400.000.000.-), no demasiado en comparación con los cuatrocientos sesenta mil millones (US$ 460.000.000.000.-) de Estados Unidos, casi la mitad del total mundial.

¿No demasiado? ¿No te parece ahora que la tragedia de la guerra se acerca a una comedia con olor a pólvora? ¿Quién puede creer que todo eso es necesario, que ese gasto no es excesivo, un escándalo retorcido pero patente?

Yo puedo creer que todos los responsables de las decisiones sobre compras de armas y gastos de defensa han sido sobornados; que todos van a terminar sus carreras políticas con enormes flujos de donaciones internacionales para sus iniciativas benéficas, culturales, sociales y políticas, es decir, para su pecho y su vientre; puedo creer que todos tienen manchadas las manos con tinta verde de dólares frescos, y con sangre; puedo creer todo eso con más facilidad que cualquier intento de convencerme de que esos gastos son necesarios, razonables, comprensibles.

No soy pacifista, ya lo he dicho, y que me ahorquen si tan siquiera siento la tentación de serlo. Los pacifistas son enfermos de apoliticidad y normalmente terminan, so pretexto de evitar la violencia lejana, ejerciéndola en sus familias y en su patria. Ellos creen que puede dejarse el mundo en manos de los criminales, que es, como decía san Agustín, el resultado seguro de una prohibición moral total de la guerra. No soy pacifista; pero no creo, no he creído nunca, no creeré jamás en la ideología de las armas ni en la ceguera del poder y la riqueza que detrás de ella se oculta. Y tal es el peligro insidioso de las guerras: que muchos humanos sensatos entran en esos cálculos como si fueran bestias, calculadoras y cerebrales pero bestias. “¿No has visto la guerra en el Líbano? ¿Se te olvidó ya la Guerra del Pacífico? ¡Mira cómo gastan los argentinos! ¡Tenemos que prepararnos!”, dicen, como si no tuviera remedio.

Entre todos los peligros soterrados de la guerra —son incontables: no puedo agotarlos—, el peor es el más invisible: se condenan las almas a granel. La brutalidad de la guerra —contra la visión romántica, mal que nos pese a los románticos— se ceba en el ocio de los soldados, que se acostumbran a ver a tantos saltar de sus pecados a la muerte. Las pasiones desatadas —la ira, el odio, la lujuria— se desfogan sobre los enemigos desarmados, sobre los niños y las mujeres y los muchachos. Las violaciones, el saqueo y las represalias son armas en la guerra psicológica. Y entonces, los soldados y los civiles, mucho más que en los tiempos de concordia, se olvidan de que tienen alma.

La Iglesia envía capellanes a las guerras porque, desde el episodio aquel del ladrón arrepentido (cf. Lc. 23, 40-43), cree en las conversiones de último minuto, así, al filo de la hora. También porque hay guerras justas.

Los sacerdotes tienen que estar al pie del Infierno, arrancándole algunos frutos a Satanás. El Cielo guarda silencio, ausente, porque la guerra es el flagelo de Dios, el festín del demonio.

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